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En los últimos años del gobierno de Don Martín de Zavala, muerto en 1664, hubo fuertes alzamientos de los indios. Los de la parte norte de Cerralvo hasta la ribera del Río Bravo, eran los más hostiles. Daban el albazo en los lugares indefensos y los dejaban sin caballos ni ganado.

Al fin de aplacarlos se organizaban compañias que salían a perseguirlos. Con ese propósito fue improvisada una que salió de Cerralvo por el rumbo del Alamo, a cargo del capitán Alonso de León.

Empezó a lloviznar y los soldados hicieron alto en el lugar más conveniente para pasar la noche. Conforme a las reglas de la milicia fueron designados los que habían de velar por los turnos.

Tocó al soldado Felipe de la Fuente, mestizo, formar parte de la guardia «de prima». Así él como sus compañeros estuvieron al pendiente del menor movimiento que se sintiera entre le chaparral. Muchas veces los alarmó el paso fugaz de un venado, o el de un coyote. Otras, el cantod e algún ave nocturna, teniendo que discernir si lo era en realidad o si se trataba de los indios, que solían imitarlo a la perfección.

Pero esa noche hubo otro inusitado motivo de alarma. La espada de Felipe de la Fuente, que traía en la cinta, desenvainada, «comenzo a arder». La hoja «se fue poniendo colorada desde la punta en adelante, en la forma como cuando los herreros sacan de la fragua algún hierro para batir el yunque».

En la oscuridad de la noche, la luz de la espada ardiente se hacía más intensa. En vano el mismo soldado y sus azorados compañeros intentaban apagarla entre los dobleces de sus capotes, húmedos por la llovizna.

Lo que más les maravillaba era que no desaparecía el color del fuego y que, en cambio, el acero estuviera completamente frío.

El extraño suceso, relatado por el cronista Juan Bautista Chapa, duró «por espacio de casi una hora». Los soldados que hacían la vela y los que despertaron el ruido producido en los intentos de apagarla, comentaron, como testigos, emitiendo encontradas opiniones.

El mismo cronista averiguó más tarde que la espada había pertenecido al difunto gobernador Martín de Zavala, discurriendo que pudo haber sucedido lo que sucedio por haberla traído «el soldado más íntimo de la compañia» y porque «se debía haber hecho más estimación de ella».

El conquistador español fue siempre un soñador y un quijote. En pos de un ideal, forjó su imaginación cosas inexistentes. Heredero inmediato del espíritu medieval, creó su fantasía la famosa Gran Quivira; las deslumbrantes Siete Ciudades de Oro, la riqueza prodigiosa de El Dorado; La Fuente de la Eterna Juventud; etc.

Los primeros pobladores del Nuevo Reino de León echaron andar también su imaginación y crearon un maravilloso Cerro de la Plata.

En el capítulo V de su crónica, Alonso de León, sin hacerse solidario de su existencia, asienta:

«un cerro dicen que hay, que llaman El de la Plata, incógnito a los que hoy viven, también lo sería a los pasados»

Quienes habían hecho jornadas hacia el Norte, aseguraban haberlo visto brillar en toda su magnificencia.

Pero no solo el crónista se refiere a este cerro maravilloso. El propio gobernador Martín de Zavala, en el memorial que envío al Rey Felipe IV en 1655, expresa con entusiasmo que ya tiene «evidente noticia» de su existencia.

No cabe duda, sin embargo, que el deslumbrante Cerro de la Plata o se alejaba cada vez que alguien se acercaba, o por artes de encantamiento hacía que se frustaran cuantos codiciosos intentos  se hacían de alcanzarlo. Porque, ya dispuesta en Monterrey en 1644, una compañia al mando de general Juan de Zavala para ir en su busca,  y ya lista otra en 1648 con el mismo propósito, los alzamientos de los icauras, cuaracatas y otras naciones desviaban la atención y se malograba la salida.

Lo mismo sucedió a las expediciones organizadas por el gobernador de la Nueva Vizcaya.

Jamás fue posible, ni de Monterrey ni del Parral llegar al Cerro de la Plata.

Los pobladores del Noreste hubieron de resignarse a abrigar la esperanza de llegar a esta fabulosa montaña, y que muchos juraban y «perjuraban» haber visto de vez en cuando en el indefinido horizonte del Norte del Nuevo Reino de León.

Quetzalcoatl en Cerralvo

Alonso de León, capitán y cronista, hizo expediciones de suma importancia para el descubrimiento y población del Noreste. En 1643, realizó una de estas jornadas, partiendo de la Villa de Cerralvo a las Salinas de San Lorenzo.

Entre la numerosa gente militar y de servicio que le acompaño iba, en calidad de intérprete, Martinillo, indio cataara.

Gustaba el cronista de conversar con los indios, a fin de informarse de sus costumbres. Conocedor de la región, Martinillo le sugirió que el regreso de la jornada se hiciese «por aquellos bosques que acullá aparecen» (y señalo hacia más allá del río de San Juan.

Relató que había allí un ojo de agua que «no corre, ni crece, ni mengua ni se le halla fondo»; y que en su bordo crecá «una macolla de trigo que espiga y grana», la que, aunque los indios la cortaban, volvía a salir y jamás faltaba.

Contó ademas Martinillo cómo oía decir a los indios ancianos que sus mayores les decían que a ese lugar «venía algunas veces un hombre de buen rostro y mozo y les decía muchas cosas buenas», pero que, cuando se alejaba, «venía otro hombre muy feo, pintado como ellos y les decía que no le creyesen, que era un embustero».

Nuevamente volvía el hombre bueno, pero, al hablarles, se le veía triste y «se iba con poco fruto»; hasta que, convencido de que no le querían seguir, se alejó para siempre, dejando «la estampa de los dos pies en la piedra donde se paraba y que hasta ahora estaba así».

En el viaje de retorno, la expedición tomó por un rumbo muy alejado. Ya en Monterrey, el gobernador Don Martín de Zavala ordenó hacer una jornada al sitio aledaño, pero se frustró la salida porque Martinillo enfermó y murió.

El cronista asocia el relato a la tradición de Quetzalcoatl y conjetura, por otra parte, que pudiera tratarse de Alvar Nuñez Cabeza de Vacao del alguno de los suyos que «parece, por buena regla de cosmografía… era forzoso que pasen por muy cerca de donde hoy es la villa de Cerralvo